
Volví a las profundidades, con más de 25 grados sobre cero, con un corazón latiendo y estremeciéndose en búsqueda de ese poco de agua necesaria para que crezca el árbol. No había salvavidas, nadie me miraba, la noche caía, en un momento ni siquiera había sombra. La soledad es húmeda con los oídos tapados y los pulmones se hacen infinitos, como cuando se ama, como cuando físicamente vives para abrazar, para besar o para hacerse parte del otro.
El cuerpo recto, pero con movimientos flexibles, tensión y distensión, abre los pulmones y aprieta el pecho. Respiro, respiro, beso el agua y tengo la intensión de hacerme parte de ella, de diluirme porque tampoco tengo miedo de caer en los desagües. Después de todo ¿Cuántas veces ya no he caído en los desagües? Las luces comienzan a encenderse, una, dos. Mis ojos abiertos bajo el agua y aparece mi sombra. Cerca de la oscuridad del agua veo la muerte. Veo tantas cosas. Creo que ya estoy añorando.
Nadar con los ojos abiertos es lo más parecido a volar. Hacerlo con los ojos cerrados es lo más parecido a morir. Y entonces, comienza a acabarse el aire de mis pulmones. Tengo que salir, no quiero salir. A veces me da miedo ese espacio infinito del aire. A veces prefiero ser paz. (Quiero decir, ser pez)
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