Después de contarle al médico de mi conducta sexual, ella me preguntó si tenía vida sexual activa, además de reprocharme el antecedente, muy importante según ella, que debería haber dicho antes. En seguida me pregunta si me hice el test del VIH. Le digo que no y hace un gesto de sorpresa y pregunta: “¿quieres hacértelo para salir de la duda?”
Y claro, supongo que todos tenemos dudas diarias, pero no de ese calibre y como alguna vez tuve sexo sin condón… las tenía. Por lo demás las formas de contagio, para información del consumidor, se expanden a todos los “fluidos sexuales”, como eufemísticamente me dijo una encargada de enfermedades de transmisión sexual. El SIDA, la sífilis, la gonorrea, los papilomas no se qué y otras no sé cuanto cosas. Solange (el médico) en seguida me habló de las tasas de contagio que no diferencian entre homosexuales y heterosexuales. La probabilidad es la misma, el susto es el mismo, las sensación de que la vida se va de las manos y no nos dimos cuenta cuando había que apretar.
Y como tenía dudas le dije que sí, me lo haría. De paso ella me haría exámenes de Hepatitis B, sífilis y otras cosas, además de un control hepático para otros males. Y no deja de ser extraño que, si las probabilidades de enfermarse son las mismas, se haya apresurado en pedirme el examen… me pregunto si lo hubiese hecho si fuese hetero. O probablemente lo hizo porque cuando me preguntó si había usado protección vio por un segundo mi mentira… no sé mentir. La primera vez no usé.
De ahí la felicidad porque saldría de la duda. Yo llegué con un resfrío de dos semanas, con ganglios y amígdalas inflamadas, dolor del colon por la preocupación de haber terminado parte de mi vida y dolor de cabeza. Y pensaba, en mi hipocondría, que en una de esas me había pegado algo en mi última relación con un hombre de amor liviano y que en el peor de los casos era una manifestación de defensas bajas y ya saben lo que eso significa. Todo eso, un poco de ignorancia y de falta de apego a la vida. No hay mucha felicidad que encontrar cuando uno acaba de terminar y está con un resfrío de aquellos, pero no sólo por eso, siempre he pensado que debiera morir joven de alguna enfermedad lenta como para alcanzar a despedirme, aunque así como se cumplen los deseos terminaré repentinamente.
Al día siguiente (jueves) me sacaron sangre para llenar siete tubos herméticamente sellados. Con mi cara de amígdala le respondía a la enfermera las razones de la doctora por pedirme tantos, tantos exámenes.
Iba en ayuna, lo que no me cuesta, pero me acentuaba el pensamiento en las posibilidades después de todo. Casi como un acto reflejo empecé a buscar en mi cabeza métodos de suicidio: armas, cuerdas, pastillas, cuchillos, líquidos. De todo eso me pareció mejor lo de las pastillas para que fuese más placentero y menos trágico para quienes me encontraran. Claro que se corre el riesgo de que las pastillas no sean suficientes y de permanecer en coma “inducido” por años. Porque no tenía ganas de molestar a mis padres con este inconveniente. Si alguien a quien amo se enfermara le daría un buen garabato, pero lo abrazaría muchísimo, después todo sería comenzar a despedirse supongo, o a ver qué se puede hacer. Pero en mi caso no les diría a mis padres y me tragaría unas decenas de pastillas y me acostaría en mi cama. Mi imaginación llega lejos.
El resultado se concería en dos días.
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