Bueno, supongo que tengo que decir la verdad y ser transparente con mis sentimientos, para que cuando lea estas cosas, 25 años más viejo, pueda realmente reirme o al menos entender estas cosas que pasan.
Por eso debo desengañar la aparente facilidad con la cual esperaba tener respuesta del niño de los ojos abismales que me atrae en la clase de italiano (creo que se debe decir abismantes, pero que diablos, es mi adjetivo).
Hoy no me ha mirado, aunque ni estoy seguro porque me senté tan lejos que ni yo pude mirarlo. Y eso que hoy se veía tan bien. Por lo menos pude mirarlo antes de entrar, pero no me atreví a hacerlo tan directamente.
Mi problema son los ojos, los míos. ¿Por qué tienes que mirarme? ¿Por qué una mirada tuya tiene que entrar en la mía y caer en lágrima al día siguiente? ¿Por qué de mirar puede nacer la paciencia que me gasta la sonrisa? ¿Por qué de lo impalpable creo que entro en tí, sólo porque siento que entraste en mí?
Imaginareis, futuros Felipes que lo que siento ahora es el desengaño de la trampa que yo mismo me puse, a la que mis ojos me ataron. ¿Qué hago cuando por ellos soy capaz de pasar de la esperanza a la desazón?
Entonces, como un mito de eterno retorno, se me pierde la felicidad y me amargo de la escasez frente a la abundancia; tanta gente y yo tan desabastecido de la fuente poética.
Ahora el péndulo está de este lado y, según las estadísticas, un casi amor por año es lo común para mí; un beso cada 3 años; dos o tres fiestas entre cumpleaños; y una nueva mirada cada vez; ilusiones varias por semana; y miles, miles, de horas imaginando qué sería de mi compartiendo sonriente el sillón, sujetándome de otros brazos a la vida, para que no me lleve la muerte.
La próxima vez tendré que hablar de mi miedo a la muerte.
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